Hice la maleta con las ganas y la ilusión de vivir la experiencia y ahora que he vuelto me doy cuenta de que lo único que hice fue vivir. Vivir a secas. Dejarme llevar y aprender. Eso es muy importante; aprender, no enseñar.
Fueron días que recuerdo con nostalgia, un sentimiento que he tardado en digerir porque desde este lado del charco no me reconozco en los recuerdos y yo quiero ser como fui allí.
Os contaré que llegué sin ninguna expectativa marcada, iba a ciegas y con la mochila a cuestas y así fue como me dejé sorprender por todo. Lo malo de las expectativas es eso, que pueden llegar a restarle valor a cosas extraordinarias.
Kasiya es un lugar remoto en el que solo pasé dos semanas y digo solo porque me hubiera quedado mucho más. La primera vez que me fui de Kasiya sentí un vacío existencial. Sabéis, es una sensación que sólo ganas cuando te vacías del todo en algo. Y digo que ganas porque la recompensa personal es enorme. El problema es entregarte en cuerpo y alma y tener que irte; así que me fui. Ese día que, de lo duro que era, no podía ni respirar alguien me dijo que estaba en mi mano volver. Como si fuera tan fácil. No lo es, Kasiya no sale en los mapas; es algo efímero. Aparece con los primeros rayos de sol y desaparece cuando termina el partido.
Algo que aprendemos de pequeños es que el cielo es azul. El mar es azul, pero el cielo no. Allí es naranja. Un naranja tan intenso que te quema las retinas porque se te queda grabado a fuego en el fondo del alma. Y a veces, se funde con unos rojos que quitan el aliento y unos rosas que paran la respiración.
Quitando ese momento de pausa, todo pasa muy rápido hasta que un día se apaga la hoguera y empieza una nueva aventura. Livingstone es alegre, intenso y colorido. Es la cara opuesta de la moneda, una moneda que si tirara al aire desearía que cayera de canto.
María Vadell, voluntaria de KUBUKA